Él era en apariencia
un chico tranquilo, iba y venía rutinariamente de sus quehaceres como la
escuela, el deporte y ese tipo de cosas. Con sus amigos no descataba por ser el
alma de la fiesta, y en la escuela incluso se habían llegado a reír de él -ya
se sabe, en la escuela…- A pesar de ello, no era mal chico. De quien era amigo,
lo era hasta la medula, con una sonrisa sincera y entregada. No obstante, no
eran muchos los que gozaban de esta amistad, solo aquellos “elegidos” que eran
tan puros como él.
A Él, hacían daño
constantemente, pero no tenía valor para hacer frente a sus miedos, a esas
personas que se creían por encima de otros y de él, pero nunca perdió esa
tímida y sincera sonrisa que siempre le acompañaba.
Sin duda, la vida se
le presentaba difícil, aunque siempre decía que le gustaban los retos, de
hecho, a veces estos le superaban, pero era orgulloso consigo mismo, aprendió a
serlo, le enseñaron a serlo, una gran persona.
Hablemos de Ella, ella
cuando entró en su vida le instruyó, le dio el don de la libertad, la expresión
alocada y sinsentido que era propia de otros a los que él admiró. Le dio el don
de la locura para liberarle de las cadenas que él mismo se había impuesto. Su
gris se tornaba color a la par que su expresión se convertía en una mueca de
verdadera felicidad y no simple bondad como hasta el momento. Desde ese
momento, se introdujo en él el gusto por la danza, pero no la armónica, una
danza según la cual casi pareciere que se apoderaba de su cuerpo un ente
superior. Además, Ella, le instruyó en los brebajes, que potenciaban el efecto
de la música en él.
Se había convertido en
un pequeño Dioniso. Y entonces llegó la ella especial.
Suba usted una imagen, Παρακαλώ.
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